jueves, 6 de noviembre de 2014

Transporte público


Las ventajas de utilizar el transporte público son muchas, sin entrar en divagaciones medioambientales que nuestros hijos y nietos agradecerán, no hay que buscar sitio para aparcar ni estar pendiente de renovar el tiquet de estacionamiento, es rápido y cómodo. Por norma, la gente es educada, la mayoría lo es. Aunque cuando te cruzas con alguien que no… arruina la satisfacción del momento. 

Cuando llego a la parada del autobús, instintivamente miro quién ha llegado antes y procuro respetar el orden de llegada, es un buen ejercicio mental similar al Brain training de la DS, donde había un juego para ejercitar la mente que consistía en partiendo de una cifra al azar sumarle otro número, restar, sumar y restar. De este modo, hasta que a alguien se le ocurra instalar en las paradas de los autobuses urbanos un sistema de turno como los de la carnicería, a todo llegaremos…, ejercitas la mente mientras esperas el autobús y subes cuando te corresponde. Cuando alguna lista, no hablo de personas mayores con las que, según cómo lo hagan, se puede ser más permisivo; hace malabarismos para entrar la primera, habiendo llegado la última a la parada, no puedo menos que enfadarme. Alguna vez, siempre con mucho cuidado, he reprobado esas actitudes. Es fácil cuando esas ansias por entrar el primero van acompañadas de empujones; pero esa mala consideración del malabarista para colarse, suele ir acompañada de una capacidad extrema para encararse a quien le afea la conducta. 


Dentro del autobús, también lo aplicamos al metro, existen unos lugares habilitados para gente mayor, mujeres embarazadas y personas con movilidad reducida. Esos asientos tienen cerca unos dibujos monísimos que no son publicidad de la compañía de transporte, son iconos universales, muy intuitivos creía yo, y deben respetarse siempre. Alguna vez he tenido que decirle a alguien joven, sentado donde no le corresponde y tan ensimismado en su móvil que no ha visto entrar a la persona a la que sí le corresponde ese asiento; que haga el favor de dejar libre ese asiento para que la persona mayor que acaba de entrar no termine en la primera curva con sus huesos en el suelo. Generalmente se levantan avergonzados y dejan el sitio libre. 

En alguna ocasión, pocas pero reales, me he topado con ciudadanos con rasgos de un país que no es el nuestro ocupando dos asientos reservados: uno donde va sentada esa persona joven y el contiguo, donde su hijo pequeño se divierte pateando el asiento con las suelas de sus zapatillas de deporte, para deleite de su madre. Si en ese instante hay alguien a quien por derecho propio le corresponden esas plazas, se apodera de mí el espíritu del Capitán América. - Señora, por favor, déjele sitio a esta persona-, le digo, quedándome con ganas de preguntarle si en su casa deja que su hijo esparza por su sofá las bacterias que se acumulan en las suelas de sus zapatillas de deporte, - Estoy cansada, me responde, -¿Qué está cansada?, me dice esta mujer de aproximadamente 25 años, mientras el señor mayor hace equilibrios con su bastón para no caerse, ¡ya clama al cielo! 


Hasta ahora he tenido suerte y la mayoría de la gente se contagia por el espíritu del Capitán América y se altera increpando a la señora usurpadora de asientos reservados que opta por levantarse despotricando por la, según ella, mala educación de los españoles. Tan sólo hace falta ser la primera en llamar la atención por algo que está mal y luego desaparecer discretamente, el lío ya está montado. Intentemos hacer las cosas bien, es fácil.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

La ordinariez de decir "que aproveche"



No hay mayor ordinariez que cuando se está comiendo o se va a empezar a comer decir “que aproveche” y si quien lo dice lo acompaña con un tono cantarín… me mata. No puedo con eso, en ninguna de las versiones. Me da lo mismo que mucha gente lo diga, que fulanito que está forrado lo suelte y se quede encantado con sus supuestos buenos modales, que el camarero de ese restaurante tan ideal, que te ha ayudado tan bien a elegir lo que vas a probar, te lo diga con su sonrisa perfecta después de ponerte la comida en la mesa y cantarte el plato; que tu amiga, esa que está a la última en las colecciones de temporada,  se sabe de memoria la escala Pantone y está invitada a las mejores fiestas, lo diga con displicencia cuando se cree afortunada por ser la primera en decirlo o que ese vecino que no se pierde un sarao y tiene una agenda de teléfono que nada tiene que envidiar a la del presidente de Gobierno lo espete en sus almuerzos del club de turno. Diga quien lo diga es horroroso.

Estoy aburrida de oírlo, y la verdad es que lo dice tanta gente, gente que aprecias, que es violento corregirlo, ¿llegas a acostumbrarte? Puede que sí, tengo que confesarlo porque un día mi marido se horrorizó cuando ¡Oh Dios! me oyó decir algo que jamás se había dicho en mi entorno. Un día se hace la luz y una de las personas con las que almuerzas habitualmente comenta que le espanta la frasecita más aireada en horario de comidas y piensas “pues no soy yo la rarita y tampoco he caído en un agujero negro que me ha transportado de mi adolescencia a mi vida actual habiendo en ese intervalo quinientos años en los que han variado los manuales de urbanidad”

Yo me pregunto… ¿realmente es necesario decir “qué no se atragante la comida”, “ojalá que tengas una buena digestión” o “igual hay suerte y no te da un cólico”? Todo eso sobra, del mismo modo que no le dices a tu marido cuando te despides de él por la mañana “espero que cuando cojas el coche no se te pinche una rueda y choques con un taxista enfurecido”.

Me comentaba hace años uno de los responsables de la prestigiosa Escuela de Hostería de Lausanne que en todas las ediciones tenía un par de alumnos a los que había que corregirles ese espantoso dicho y que podía suplirse fácilmente con un “espero que sea de su agrado”. Es cierto que en quien está arraigado es complicado no decirlo, pero estoy casi segura que quien dice esas dos palabras en sitios públicos no lo utiliza en su día a día de puertas para dentro, en su casa, sospecho que lo usan cuando… digamos, se quieren hacer los educados y la fastidian.


La semana pasada vi a un señor en su trabajo, antes de empezar a comer un bocadillo en la oficina (ese tema queda pendiente para otra entrada), que invita con una educación sobreactuada a su vecino de mesa a probarlo. No oí darle las gracias como respuesta, sí dos veces las dos palabras malditas. Ambos se quedaron satisfechos por hacer gala de sus modales ante un tercero, que era yo: el primero por ofrecer parte de su bocadillo, jugoso y caliente, y el segundo por desearle una digestión sin truculencias.

Intentemos hacer las cosas bien, es fácil