No hay mayor ordinariez que
cuando se está comiendo o se va a empezar a comer decir “que aproveche” y si quien
lo dice lo acompaña con un tono cantarín… me mata. No puedo con eso, en ninguna
de las versiones. Me da lo mismo que mucha gente lo diga, que fulanito que está
forrado lo suelte y se quede encantado con sus supuestos buenos modales, que el
camarero de ese restaurante tan ideal, que te ha ayudado tan bien a elegir lo
que vas a probar, te lo diga con su sonrisa perfecta después de ponerte la comida
en la mesa y cantarte el plato; que
tu amiga, esa que está a la última en las colecciones de temporada, se sabe de memoria la escala Pantone y está
invitada a las mejores fiestas, lo diga con displicencia cuando se cree afortunada
por ser la primera en decirlo o que ese vecino que no se pierde un sarao y
tiene una agenda de teléfono que nada tiene que envidiar a la del presidente de
Gobierno lo espete en sus almuerzos del club de turno. Diga quien lo diga es
horroroso.
Estoy aburrida de oírlo, y la
verdad es que lo dice tanta gente, gente que aprecias, que es violento
corregirlo, ¿llegas a acostumbrarte? Puede que sí, tengo que confesarlo porque
un día mi marido se horrorizó cuando ¡Oh Dios! me oyó decir algo que jamás se
había dicho en mi entorno. Un día se hace la luz y una de las personas con las
que almuerzas habitualmente comenta que le espanta la frasecita más aireada en
horario de comidas y piensas “pues no soy yo la rarita y tampoco he caído en un
agujero negro que me ha transportado de mi adolescencia a mi vida actual
habiendo en ese intervalo quinientos años en los que han variado los manuales
de urbanidad”
Yo me pregunto… ¿realmente es
necesario decir “qué no se atragante la comida”, “ojalá que tengas una buena
digestión” o “igual hay suerte y no te da un cólico”? Todo eso sobra, del mismo
modo que no le dices a tu marido cuando te despides de él por la mañana “espero
que cuando cojas el coche no se te pinche una rueda y choques con un taxista
enfurecido”.
Me comentaba hace años uno de los
responsables de la prestigiosa Escuela de Hostería de Lausanne que en todas las
ediciones tenía un par de alumnos a los que había que corregirles ese espantoso
dicho y que podía suplirse fácilmente con un “espero que sea de su agrado”. Es
cierto que en quien está arraigado es complicado no decirlo, pero estoy casi
segura que quien dice esas dos palabras en sitios públicos no lo utiliza en su día a día de puertas
para dentro, en su casa, sospecho que lo usan cuando… digamos, se quieren hacer
los educados y la fastidian.
La semana pasada vi a un señor en
su trabajo, antes de empezar a comer un bocadillo en la oficina (ese tema queda
pendiente para otra entrada), que invita con una educación sobreactuada a su vecino de mesa a
probarlo. No oí darle las gracias como respuesta, sí dos veces las dos
palabras malditas. Ambos se quedaron satisfechos por hacer gala de sus modales ante un tercero, que era yo: el primero por ofrecer parte
de su bocadillo, jugoso y caliente, y el segundo por desearle una digestión sin
truculencias.
Intentemos hacer las cosas bien, es fácil
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